La hora había llegado. El momento en el que teníamos que volver a casa. El momento de separarnos. Ya los del sur nos habían dejado hacía unas horas, se notaba su ausencia. Pero el grueso del grupo, la mayoría, como vino se fue. Yo nunca fui de despedidas, ello implicaría que no nos volveríamos a ver; soy menos del "Adiós" y más del "Hasta luego". Lo cual no quita que no me guste dar abrazos de esos que lo dicen todo. "Cuídate, te voy a echar de menos, pero estaré contigo."

Al menos tuvimos suerte, y fuimos listos. No todo el aeropuerto estaba cerrado, y pudimos "dormir" bajo cubierto (quien dice "dormir", dice "descansar"... nótese la ironía). Pero ya era algo, un lugar en el que pasar nuestras últimas horas en Italia, y hacer tiempo hasta la hora de partir. Nunca en mi vida (y eso que tampoco he vivido mucho, pero lo justo para tener un amplio background) se me habían hecho tan eternas unas horas.
Puedo quejarme, y lo hago, pero no para mal. Valió la pena vivir tantas experiencias por muy desagradables que fuesen a veces. Pero sin duda alguna, volvería a pasar por ellas si me hace vivir momentos tan bonitos como los que viví.
Y os preguntaréis: "Prito. Ya estáis en el avión, estáis volando y habéis aterrizado. Ya se acabó la historia. ¿Un buen viaje, no?"... ¿Quién ha dicho que haya acabado? Fue pisar Madrid y los problemas volvieron a mi vida. Más despedidas. Último tren, destino Cuenca. Últimos pasajeros a bordo... Excepto el menda. Así como había empezado el viaje lo iba a terminar: solo. Bueno, solo físicamente. Pero en espíritu eran muchos quienes iban a su lado.
Tras las explicaciones oportunas, el joven avileto cogía los últimos transportes públicos para llegar a su casa. Y... que raro... ya la estaba liando... Una cosa que tenía que hacer, UNA COSA, tan sencilla como montarse en un tren antes de la hora de salida y casi lo pierde por segunda vez. Si con razón dicen que todos los tontos tienen suerte.
Y por fin, tras miles y miles de historias y experiencias, otras tantas de fotos y aventuras sin igual, llegó. Y llegó y lo primero que recibió fue una sorpresa: allí estaba su hogar. El hogar. No son los sitios, son las personas. Me atrevería a decir que todos los que fuimos somos un hogar, y a cada día que pasa nuestro hogar es mayor y más acogedor.
Familia Nazaret: hogar en el que caben todos sin que sobre ninguno.
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